Cuando veo abedules oscilar a derecha a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros, me complace pensar que un muchacho los mece. Pero no es un muchacho quien los deja curvados, sino las tempestades. A menudo hemos visto los árboles cargados de hielo, en claros días invernales, después de un aguacero. Cuando sopla la brisa se les oye crujir, se vuelven irisados cuando se resquebraja su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve... Esas pilas de conchas esparcidas diríase que son la rota cúpula interior de los cielos. La carga los doblega hacia los mustios matorrales cercanos, pero nunca se quiebran, aunque jamás podrán enderezarse solos: durante muchos años las ramas de sus troncos curvadas barrerán con sus hojas el suelo, igual que arrodilladas doncellas con los sueltos cabellos hacia atrás y secándose al sol. Mas cuando la Verdad se me interpuso en la forma de un hecho como la tempestad, iba a decir que quizás un muchacho, yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles... Un muchacho que por vivir lejos del pueblo sólo sabe jugar, en invierno o en verano, a juegos que ha inventado para jugar él solo. Ha domado los árboles de su padre uno a uno pasando por encima de ellos tan a menudo que nada les dejó de su tiesura. A todos doblegó; no dejó ni uno solo sin conquistar. Aprendió la manera de no saltar de un árbol sin haber conseguido doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio hasta llegar arriba, trepando con cuidado, con la misma destreza que uno emplea al llenarla copa hasta el borde, y aun arriba del borde. Entonces, de un envión, disparaba los pies hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra. Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles; muy a menudo sueño en que volveré a serlo, cuando me hallo cansado de mis meditaciones, y la vida parece un bosque sin caminos donde, al vagar por él, sentirnos en la cara ardiente el cosquilleo de rotas telarañas, y un ojo lagrimea a causa de una brizna,y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo, para luego volver y empezar otra vez. Que jamás el destino, comprendiéndome mal, me otorgue la mitad de lo que anhelo y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor, como la tierra; ignoro si existe mejor sitio. Quisiera encaramarme a un abedul, trepar, por las ramas oscuras del blanquecino tronco y subir hacia el cielo, hasta que el abedul, doblándose vencido, me volviese a la tierra. Subir y regresar sería muy hermoso. Pues hay cosas peores en la vida que ser un columpiador de árboles.
ROBERT FROST (1874-1963)
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